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  • Foto del escritorChema Sánchez

Testimonio de una vieja ex secretaria

Actualizado: 22 abr 2022

Quiero que quede bien claro desde el principio que yo nunca mantuve una enemistad con la familia Centeno, del mismo modo que jamás les he guardado rencor. Ni a Leticia, ni a Rodolfo, ni a la pequeña Matilde, que fue quien probablemente comenzó todo esto. Bueno, pequeña ya no es, no sé ya cuántos años tenga, si esté casada o si tenga hijos. Tampoco puedo decir que éramos los más unidos; acaso nos teníamos confianza, y nada más. Pero quiero que quede bien entendido, antes de empezar, que ellos no son los villanos de esta historia. Me encantaría decir que no soy de acusar, pero definitivamente y sin siquiera pensarlo, aunque no me lo pidieran, culparía a Rebeca Guevara; o a su hermana, o a cualquiera que llevara su apellido. Quizá si alguien más hubiera estado en su lugar, o quizá si ellas sencillamente no hubieran estado allí, las cosas habrían sido distintas. Pero no resultó de ese modo, y ahora es muy tarde para quejarse o hacer reproches. Yo lo único que pretendo es dar mi testimonio, pues es lo único que me queda ya: mis palabras. El resto me fue arrebatado.

Habré entrado a trabajar como secretaria en el Colegio Particular de la Liberación —el Libe— durante mis veintes, acaso tras uno o dos años de haber terminado la carrera en finanzas, a finales de la década de los noventa. Bien recuerdo la satisfacción que sentí al hacerme con mi escritorio, impresora y pisapapeles propio; no por el deseo de ejercer, sino sólo para reírme a gusto de mi director de tesis, quien decía que de todos sus alumnos y becarios, sólo los varones —éramos unas tres o cuatro mujeres en mi generación, de cualquier modo— tendrían trabajo algún día. Nosotras estábamos de “M. M. C,” como decía él, es decir, de “estudio mientras me caso.” Y por más que me burlé de aquel viejo patán desde la comodidad de mi silla de oficina, he de aclarar que no entré a trabajar por mi currículum, sino porque alguna de las interminables amigas de mi madre conocía a las directoras de la escuela, las hermanas Guevara. Así, aunque no me enorgullece, por medio de palancas me hice con un puesto que en ese entonces era considerado suplementario; las Guevara no me querían tener por mucho tiempo, sólo necesitaban a alguien que organizara todo el papeleo de inscripciones y que estuviera en contacto con la Secretaría de Educación, ya que había sido año de reformas y el colegio había tenido considerable demanda. De todas formas, para mi grata sorpresa —y esto es algo que a día de hoy sigo sin explicarme—, terminé trabajando para el mismo colegio, en el mismo escritorio barato, con la misma impresora vieja, durante poco más de veinte años.

Inmediatamente tras mi contratación me hice conocedora de gran parte de la comunidad educativa. No a propósito, sino sencillamente porque mi oficina se hallaba adjunta a la entrada del colegio, y cada mañana veía a estudiantes y maestros cruzar esta camino a las aulas. Encima, de vez en cuando recibía uno que otro alumno expulsado de sus clases, para que lo hiciera merecedor de un aviso de reporte. Poco a poco me volví también una especie de prefecto, que fungía este cargo mejor que el prefecto mismo. No obstante, jamás me excedí con los alumnos, ni llegué al punto de estallar en ira con ellos, sin importar cuán poco disciplinados o revoltosos fueran. A decir verdad, mi relación con ellos era similar al amor-odio; las risas y regalos del 15 de mayor no faltaban —aún sabiendo los alumnos que yo de maestra no tenía nada—, al igual que mis jalones de orejas y gritos habituales.

Fue entonces que conocí a Leticia Centeno, quien habrá tenido sus buenos dieciséis años, y había estudiado en el Libe desde que estaba en maternal. Lo cierto es que nunca entablé una gran conversación con ella durante su estancia en el Libe; era estudiosa y reservada, acaso llegaba a verla recibir sus diplomas de aprovechamiento académico en las ceremonias, y nada más. A quién sí llegué a conocer, desde el primer día que me instalé en mi escritorio, fue a su hermano Gustavo, que era uno o dos años menor. ¡Ah, pero es que cómo olvidar el primer reporte que imprimí! El pobre quedó suspendido por haber sido hallado fumando con nuestro conserje de aquel entonces. Nunca entendí ese tipo de castigos, considerando sus faltas comunes y que su promedio se encontraba ya por los suelos, no creí que privarlo del colegio unos días hubiera sido una sanción desagradable en lo absoluto.

Pero cómo son las cosas... tanto Gustavo como Leticia lograron graduarse, la segunda con honores, y el primero con la alegría dibujada en el rostro de todos sus maestros, quienes ya no lo tendrían de alumno un año más. Pero la vida en el Libe seguía, y durante unos tres años no volví a saber nada de la familia Centeno, hasta que durante algún recreo, tras caminar por dirección general, escuche a Rebeca, la mayor de las Guevara, explicarle a su hermana lo que había visto en el supermercado esa mañana.

“Y como ves, que me encuentro a Leticia, Leticia Centeno.” Del otro lado del cuarto escuché un leve jadeo.

“¿Y cómo está?”

“No, no; no te imaginas. Una panza enorme.”

“¡Cómo crees! ¿Está embarazada?”

“No se ve que esté a muchas semanas de parir.”

“De verdad que esa gente no entiende… ¿Y el papá? Un mugriento, de seguro. No vaya a ser…”

“... No, él no. Iba sola, quién sabe si sepa de quién es el niño, para empezar…”

Las Guevara nunca fueron personas agradables, y eso no es ninguna mentira. Eran una mera fachada, la máscara de un agujero que con el tiempo se deterioraba considerablemente, provocando que cada vez hubiera menos alumnos inscritos en el Libe. Y me agradaría decir que no sé yo por qué no renuncié antes, pero lo cierto es que sí sé por qué no lo hice, y la razón no me enorgullece. No renuncié por miedo, porque a la semana de escuchar el viboreo de las Guevara, me enteré de que, a mí también, me esperaba un engendro en el vientre. Un engendro que resultó ser una niña.

Nadie me dejará mentir al decir que, conforme pasan los años, la situación económica en México se hace más dura, o quizá, la gente más tacaña. Pero de uno u otro modo, para cuando mi dulce Amalia —que por cierto, heredó mi nombre— cumplió los tres años, ni con mi sueldo y el de su padre juntos podíamos pagarle un preescolar decente. Y así, a unos días de considerar escuelas abiertas, fue que Rebeca me ofreció, como dirían algunos, una oferta que no pude rechazar. Mas no le hizo falta amenazarme; lo único que puedo decir es que pocos meses después, mi hija ya estaba inscrita como alumna oficial del Libe. Fue entonces que me percaté de la quasi estafa de las Guevara, quienes al parecer no le perdían con la beca que le ofrecieron a Amalia. Lo que yo no pagaba de inscripción me tocaba gastarlo en los uniformes, montones de libros y material del que, estoy segura, en todo el ciclo escolar Amalia no llegó a tocar; quizá incluso salieron más caros los materiales que la inscripción sin descuento, pero por no hacerle el feo a las Guevara, tuve que sacar dinero de mi tarjeta de crédito para pagarlos. No hice mucho caso a este suceso sino hasta años más tarde, que entre cajas, estantes y botargas de la vieja bodega del Libe, me encontré con todos aquellos libros que pagué al inscribir a mi hija en el colegio, todos dentro de un viejo cartón que traía escrito, con plumón permanente y grandes letras “Preescolar Generación 1991 - 1992.” Ya lo he mencionado, pero que conste que para ese año yo ni había terminado la carrera.

El berrinche se lo ganó mi regadera, único lugar en el que me encontraba sola, como muchos otros corajes que las Guevara me regalaron. Pero no podía hacer mucho al respecto; no podía reclamar ni mucho menos pensar en sacar a Amalia de la escuela, porque de hacerlo me corrían junto con ella. Yo sabía de lo que esas señoras, arrugadas y caducas eran capaces. Además, eventualmente mi hija se hizo acreedora de una beca formal, que no se justificaba con el común “su mamá trabaja en el colegio y por eso no paga colegiatura.” Era —es—, realmente, una niña capaz e inteligente. Acaso ella y otro chico, Rodolfo —que ya se imaginarán, era el mismísimo hijo de Leticia—, eran los únicos de su grupo que cada fin de mes subían al proscenio del auditorio escolar y recibían sus diplomas de aprovechamiento, a la par que se echaban miradas enemigas y juraban ser mejor que el otro al siguiente mes.

Durante años, quizá toda la estancia de Amalia en la primaria y secundaria del Libe, esta rivalidad me pareció pueril e inocente, no me imaginaba que de ella se derivaría un punto de tensión lo suficientemente fuerte como para quitarme el sueño. Pues en cuanto mi niña se hizo una preparatoriana, comencé a pensar en qué sería de su universidad. Si no podía pagar la mensualidad completa de un bachillerato particular, menos podría pagar un semestre en universidad privada. Pero me rehusaba a pensar que ella fuera parte de la educación pública, me rehusaba a pensar que ella sería la única mujer en la carrera de finanzas, contaduría, economía o qué sé yo… Me negaba a imaginar que pasaría por lo mismo por lo que yo pasé en mis años más jóvenes, que no podría estudiar lo que ella quería tan sólo porque no podía darse ese lujo. No podía ni concebirlo.

Para mi sosiego, en el Libe era conocido su convenio con la UPL —una universidad privada y de prestigio en el Estado—, el cual cada año hacía acreedor de una beca a algún estudiante de tercero de bachillerato, aquel con el promedio más alto. La única forma en la que yo podía apoyar a mi hija con sus estudios de licenciatura, era si ella obtenía la beca. Así, en no mucho tiempo la antes mencionada rivalidad se volvió un martirio, uno que con cada nueva boleta se intensificaba. Cada décima perdida eran miles de bajas en el campo de guerra, cada materia exentada, una victoria en batalla. Y uno habría pensado que Rodolfo no necesitaba la beca tanto como nosotras lo hacíamos, pero lo cierto es que hacerlo habría sido pensar en una mentira. Leticia había dado luz a una tal Matilde hacía siete años ya, y siendo madre soltera —nunca entendí bien si se le murió el marido o simplemente huyó— y con dos hijos, ambos con beca inscritos en el Libe, se le habría hecho imposible, de igual modo, pagar la universidad de Rodolfo.

Pocas pistas sugerían quién de los dos obtendría la beca, tanto Amalia como Rodolfo eran excelentes estudiantes. Pero las cosas se tornaron distintas en cuanto el confinamiento y el virus que lo precedió se hicieron presentes. E independientemente de mencionar todas las reformas pseudo-educativas —que de reformas y de educativas no tenían nada— que se dieron, hay que poner las cosas como son: Leticia no contaba con buen internet, y nosotros sí. Rodolfo apenas podía conectarse a sus clases, y no me encanta ponerlo así, pero la pérdida de algunos es la desigual ganancia de otros. Para cuando el ciclo escolar había terminado, es decir, el segundo año de bachillerato de Amalia, pude dormir en paz finalmente. No era que el promedio de mi hija hubiera florecido ni nada parecido, sino meramente que el de Rodolfo ya no tenía oportunidad. Y no sólo el suyo, sino también el de la pequeña Matilde, quien a diferencia de su hermano —que al menos hacía el intento de conectarse a sus clases—, no podía atender la escuela en ningún sentido. Tanto le reclamaron los profesores y directivos a Leticia, pero la respuesta de esta siempre fue la misma. “No tengo tiempo para andar conectando a Matilde y mandar sus evidencias,” decía, pues resultaba que Leticia era también una catedrática, que desde primera hora en el día hasta que se acostaba a dormir tenía manos al teclado y ojos en la pantalla.

Sucedió entonces. En cuanto comenzaron los procesos de admisión del siguiente ciclo, una tarea poco ética me fue encomendada por las Guevara. Resultaba que, por decreto oficial del Libe, las becas que este colegio otorgaba quedaban anuladas si el promedio del alumno becado estaba por debajo de la calificación acordada, cosa que en el caso de Matilde quedaba más que claro. No obstante, el Libe sí tenía la obligación de becar a sus alumnos si la Secretaría de Educación así lo deseaba. Y quizá Matilde perdió su beca interna, pero para la Secretaría —hubiera sido por error de esta, o como mera beca por necesidad—, esta seguía intacta. De este modo, durante el nuevo ciclo escolar, tanto Rodolfo como Matilde hubieran seguido becados, de no ser por la tarea que mencioné anteriormente. “Mete los papeles de Rodolfo, pero no los de Matilde," me dijo Rebeca en una llamada telefónica. “Si Leticia llega a hacer bronca por cualquier cosa, diremos que se nos perdieron.” La verdad es que con las Guevara había de andarse con cuidado, y a estas alturas del bachiller de Amalia, lo mejor era cumplir con sus mandados.

Pero cómo soy de chismosa, y cómo abro la bocota… Porque en cuanto Leticia se enteró de que la pequeña había perdido su cariñoso descuento en la colegiatura, no armó el pleito enseguida, como lo hubieran pensado las Guevara. No, nada de eso; me preguntó directamente a mí si sabía qué había sucedido. Y, acaso como un modo de lavarme las manos, de redimirme y terminar con mi propia culpa, le dije la verdad. No con la intención de que me guardara rencor, sino con el afán de hacerla creer tan pronto como fuera posible que la culpa era de las hermanas y no mía. Y así fue, o quiero pensar que esa fue su intención al plantarse en la dirección general del Libe —ya ni por medio de una llamada y videoconferencia— y decirle de cosas a Rebeca. De nuevo, quiero imaginarme que ella abogó por mí y no trató de abatirme… pero yo qué sé. Lo único que sé es que las Guevara nunca fueron buenas personas, ni muy inteligentes tampoco. No era de extrañarse que cada año hubiera más corridos, o como le gustaba decirles Amalia, “aquellos que lograban escapar.”

Mi niña nunca escapó, lastimosamente, y hoy vive para contar lo que fue de su despótico castigo, la epítome de todas las desgracias, injusticias y suplicios que ese colegio enfermo le obsequió. Pero ya sé que usted no me va a contestar. Ya sé que no le importará, porque de esto tiene ya más de veinte años. Porque las Guevara, al ver el conflicto que Leticia les causó con la Secretaría y la multa que el Libe se ganó, me terminaron culpando a mí. Porque ni siquiera yo recibí el castigo, sino mi pobre hijita, que casualmente no obtuvo la beca de convenio, que terminó estudiando derecho en una universidad pública, y que se casó al año de titularse. Porque no tiene trabajo y su currículum no le sirve, porque tiene su título colgado en su cocina y no en su despacho. Y porque odia su carrera, y porque es una mantenida, y porque al final, el imbécil de mi director tuvo razón, pero no conmigo. Porque lo único que me queda es decirle a las Guevara “malditas sean en su tumba,” pues llevan enterradas ya siete años. Porque hasta aquí llega mi maltrecha y un tanto siniestra palabra, y porque esta no significa nada.


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