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  • Foto del escritorChema Sánchez

El empleado

Actualizado: 18 sept 2022

Había demasiadas personas. Mi cuñado me había invitado a comer allá por Reforma, a unos cinco minutos de la aseguradora en la que trabajaba y sobre una plaza que apenas comenzaba a popularizarse. Eran poco más de las dos de la tarde, pues mi cuñado había sido notoriamente precavido al indicarme que el servicio no iniciaba sino pasada esta hora. Así, llegué solo. Llegué solo, como solos llegan los cuervos, como solo desperté aquella mañana, como solo llegué a casa tras el accidente. Llegué primero, como primero afinan las orquestas, como primero va la familia, como primero mueren los amantes, y primero lloran los amados. Y cedí, como viejos ceden los cuerpos, como tristes ceden las madres, y alegres ceden las aves. El restaurante no era sino un vestíbulo de antaño, un decorado casero asemejando el estilo revolucionario. No reparé en saludos ni provechos, ni siquiera en miradas o ademanes. Entonces lo vi.

"Siéntate," escuché sin un dejo de cordialidad, como si hubiera llegado ya horas tarde a una reunión importante. Quizás para mi cuñado así era, quizás por eso el tono de su voz parecía tornarse oscuro, casi grosero. Pero para mí no era sino el pasillo que conducía a una forma de ganarme la vida, una de tantas; y para mí, ganarme la vida ya no significaba nada.

"Nos pedí un caldo, ahí está la carta por si quieres guisado; el bar abre a las cuatro." Permanecí callado durante gran parte de nuestra interacción, a cuya descripción podía dársele el nombre de monólogo más que de charla. Él hablaba del trabajo y de sus compañeros, me contaba la historia de cada uno de ellos como si fuéramos lo suficientemente íntimos como para confiarme secretos ajenos. Tardé poco en enterarme que su jefe guardaba varias botellas de whisky en el refrigerador de su oficina y que siempre llevaba una cantimplora dentro de su saco. De igual modo supe de su asistente, quien aparentemente se prostituía una vez acababa su turno, y con quien mantenía relaciones casuales a reserva de lo que pudieran pensar mis sobrinos. "Qué importa su madre, Lucía y yo ya no vivimos juntos, no nos divorciamos por los papeles, pero ella y yo ya no somos nada." Me hablaba, también, del tipo de trabajo que quería ofrecerme, de las horas de oficina y el salario que estimaba otorgarme. El título de iniciado burócrata se alzaba sobre mi cabellera, y mi cuñado estaba dispuesto a dejarme mantenerlo por el resto de mis días. "No es nada del otro mundo: contestar llamadas, hacer llamadas; firmar contratos, triturar contratos; leer pólizas, ignorar pólizas. Ya verás que es un oficio lindo y honrado." No necesitaba previo conocimiento de nada, ni siquiera un título universitario: esta quincena, me hizo saber, se prepararía mi cubículo de trabajo y mi credencial laboral. Miré con desdén la mesa y los manteles de trapo, sentí cierta resignación y suspiré. "Está bien," dije, "¿dónde firmo?"

En cuanto la sopa llegó a nuestras mesas, mi cuñado decidió sacar de su portafolio un contrato con membrete y tinta a color, y de la bolsa de su camisa, un bolígrafo azul. "Te estimo, Miguel. Sé que mi hermana también lo hacía, o lo hizo un par de años; quiero que sepas que por eso hago esto." Guardó silencio. Guardó silencio y lentamente introdujo su cuchara al plato. La revolvió un tanto, y luego de soplar levemente, acercó su rostro al cubierto y se lo metió a la boca. Lo mantuvo allí unos dos o tres segundos, como degustando el guisado que su abuela nunca preparó, acariciando con sus labios el sabor de una infancia que nunca fue suya, un día de octubre en que las hojas no cayeron. Y de su boca salió, ahogado en saliva, el hilo que lo había tenido atado a la imagen de su padre, mi difunto suegro, el rostro que cada día se tornaba más oscuro, más sucio, más inmundo. De su boca salió un cabello negro, el primero de todos.

Dirigí la mirada a mi plato y busqué en mi caldo algún trazo largo que penetrara en mi vista. Al no encontrarlo observé con disgusto a mi cuñado, quien revolvía y revolvía su aceitosa sopa de verduras, sus chícharos y zanahorias, su papa y su cebolla. Llenó entonces su cuchara, y sin decir palabra alguna, la introdujo de nuevo en su sistema, como degustando la ira, el remordimiento y el fracaso; la introdujo en su sistema, como degustando los testamentos, las firmas y las impresiones; la introdujo, como degustando el trabajo, como degustando la muerte. Entonces los vi: tres, cuatro, tal vez cinco cabellos adheridos a su cuchara salivada, yéndose de nuevo al plato y flotando entre sabores y especias. Esta vez no hice gesto alguno; y como si aquello no hubiera sido suficiente, mi cuñado tomó otra cucharada de su sopa. Diez, once, veinte cabellos negros cayeron sobre la hondura de su plato. Luego treinta, cuarenta: un mechón entero, húmedo y resbaloso jugueteaba en su lengua cual cardumen libre de pescadores. Cien, doscientos cabellos, trescientos vellos se desprendían de sus labios rosados, de sus oídos sordos, de sus fosas nasales, de todos los sitios y rincones.

Había pocas personas, no había nadie. Me hallé solo con una criatura lanuda en medio de un pasillo que parecía eterno. Acaso tenía yo la boca entreabierta, los ojos entrecerrados, la mandíbula entrecortada. Y una voz, ya en calma, ya amistosa, me susurró al oído: "La sopa está buena, pruébala." Pensé en mi mujer, pensé en lo que diría de haber visto a su hermano engullir y regurgitar miles de cabellos en un instante. Pensé en sus ojos oscuros, su piel oscura; su cabello enredado, su cabello negro. Y recordé, que cuando la vi postrada por última vez en la camilla de aquel hospital, ella ya no tenía nada más que un cráneo podado y una frente vacía. Recordé, acaso, sus trenzas olvidadas, y aquella primera vez que ella me dejó destrenzarlas.

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