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  • Foto del escritorChema Sánchez

Languidez cotidiana

Actualizado: 22 abr 2022

Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;

por hábito del alma misma os quiero.

Garcilaso de la Vega, Soneto V


Como era habitual, yo llegaba tardíamente a casa tras una laboriosa jornada en la bodega. Observé el muro de cemento que separaba mi hogar de los demás; un muro de concreto gris, que ni siquiera los vecinos se habían decidido a pintar. Hogar, una palabra verdaderamente peculiar. En realidad residía con mi novia en un departamento de interés social —lo cual era ya un sitio bastante lujoso, considerando lo jóvenes que éramos, así como el poco salario del que nos hacíamos—. Éramos afortunados, le decía siempre; afortunados de tenernos. Me abrí paso por la puerta y dejé reposar las llaves en la mesita que habíamos comprado hacía poco. Entonces lo observé: una carta sellada y una rosa. “Me lleva el carajo,” me dije al tiempo que me encaminaba presuroso al baño. Intenté abrir la puerta, sin embargo esta se encontraba atorada. Tomé el primer objeto que encontré —un paraguas—, y luego de varios golpes la débil puerta se abrió; encontré a Angélica plañendo incesantemente en el suelo y me hinqué para abrazarla. Suspiré y no dije palabra alguna por varios minutos, hasta que finalmente hablé: “es la segunda puerta que rompo este mes.” Ella tan sólo volteó su rostro para escurrir sus lágrimas sobre mi pecho, y al intentar ceñir mi cuello con su brazos, untó de sangre mi barbilla de modo que repulsivamente me aparté. Pregunté entonces:

"¿De dónde sacaste la navaja?"

"De la peluquería."

Suspiré. "Le pedí a Tere que te echara un ojo. Ven, límpiate" 

La senté en la tina y esperé a que el agua se calentara. Luego de batallar con ella para desprenderla de sus ropas, la bañé a jicarazos. Recuerdo el agua descendiendo por su columna como si de escalones se tratase. Le quité suavemente las vendas que ella misma se había colocado en las muñecas; no eran cortes profundos, sanarían pronto. No obstante, era su anhelo de aniquilarse lo verdaderamente hondo y acentuado. Y aún sabiendo que era inútil cuestionarme el porqué de estas ideas, lo hice una vez más.

     "¿Qué tienes, Angie?", pregunté mientras le enjuagaba la nuca, a lo que ella jadeó levemente.

"Ya sabes, es mi cuerpo. Lo aborrezco. Es como si no fuera mío."

"No digas eso, si es que yo lo adoro."

Una media hora más tarde nos encontrábamos acostados intentando conciliar el sueño. Era costumbre en mí padecer de bochornos durante la noche, por lo que todas las sábanas y mantas se las donaba a Angélica. Ella, por el contrario, siempre exigía ser envuelta en mis brazos debido al frío. Sin embargo, aquella noche sentí su cuerpo helado. No sabía bien si era por lo lívido de su piel o su escasa carnosidad. Apenas percibía sus huesos, sus brazos se escapaban de los míos y sus codos se enterraban en mis costillas. Acaricié su mejilla y sentí varios cabellos desprenderse de su lugar con extrema sencillez. “No son míos, son de la peluquería,” dijo para justificarse. Le hice saber que no era relevante, y ya habiéndonos entibiado con las palabras, decidí reproducir bossa nova en la pequeña bocina que la madre de Angélica nos había obsequiado cuando nos mudamos a la vivienda. 

"¿Te molesta si pongo música?"

"Música de ascensor, no. Yo no entiendo cómo es que te gusta."

"¿Acaso importa por qué?" Angélica calló unos momentos, sentí una extraña sensación de culpa mutua. 

"Bueno, no. Perdona," guardamos silencio un rato durante la melodía del saxofón, y luego ella retomó la palabra. "Lo siento mucho; creo que mereces a alguien mejor que yo, creo que deberías dejarme y conseguir a alguien más."

"Calma, calma. Entiendo que no te agrade mi música, pero..."

"Lo digo porque quiero matarme." Escuchar esto fue como vivir una pequeñísima, y aun así dolorosa muerte. "Algún día despertarás y te darás cuenta de que haberme conocido fue un error. Habrás comprendido que no debiste amarme en primer lugar, no debiste de haber entregado tu corazón a alguien como yo. Temo más que nada que ese día llegue." 

"Lo sé bien, y sé bien que siempre has temido amar por miedo a la pérdida. Pero esto no ha de ser causa de pesadumbre tratándose de nosotros. No puedo dejarte, no puedo lastimarte de ese modo. 'Yo no nací sino para quereros; mi alma os ha cortado a su medida; por hábito del alma mismo os quiero.' Tu sólo nombre vale más que mi vida entera; eres mi mundo, mi inspiración. He nacido para ti, Angélica, eres tú la protagonista de mis memorias, el rostro detrás de mi gozo y mi júbilo. Es mi propósito contemplarte, yo vivo por ti."

"Es tan sólo que eres demasiado bueno para ser verdad. Ciertamente no soy digna de ti. Pero sigo sin entender por qué te gusta esta música."

Cuando desperté Angélica ya no estaba. Sin embargo, cargaba con la inherente idea de que a pesar de todo, ella estaba bien en el trabajo. Era casi como si su sentimiento y el mío fueran consustanciales, propios el uno del otro, inseparables. Sabía inconscientemente que ella poco alegre se sentía, mas no corría riesgo alguno. Me levanté de la cama con un peculiar desgano y me dirigí al baño para asearme; un amargo sentimiento me atravesó el pecho al ver sangre en el suelo y ropa sucia sobre el inodoro. Dejé que el agua sarrosa fuera expulsada del grifo mientras me miraba en el espejo. Me encontraba demasiado pálido, por alguna razón, y con notorias ojeras. Debió de haber sido el desvelo, pensé. Entonces remojé un poco mi rostro en el agua fría y me lo lavé; al hacer esto me di cuenta de que en mis muñecas, sin saber bien por qué, tenía una que otra extraña marca. Parecía un corte que había cicatrizado hacía mucho tiempo. Sin darle más importancia a esto, me vestí y salí de mi casa. He de decir que entonces, las miradas y los gestos se volvieron contundentes. La vecina del piso de abajo, cuyo nombre nunca había podido recordar, mantuvo fija una mirada de sumo desprecio y desagrado, como si yo un insecto fuera. Al subir al transporte público le di los buenos días al conductor, pero este decidió no dirigirme la palabra. Contestó alzando su mano y mostrando cinco dedos en alto; deposité el dinero y antes de que pudiera sentarme el autobús avanzó. Me instalé al lado de un hombre alto y cabizbajo, quien hizo una mueca evidente al observar mi rostro. Lo ignoré, y en la siguiente parada él bajó del vehículo. Una mujer subió entonces junto con su pareja, y al examinar de pies a cabeza mi apariencia, decidieron mantenerse de pie durante todo el viaje. Evidentemente en el momento que todo esto ocurría, poca importancia tenían estas personas; lo que pensaran de mi aspecto sucio o mal arreglado era recíproco. Sin embargo, fue cuando bajé del camión que observé rápidamente, en los espejos retrovisores, lo que aquellas personas tanto repugnaban. En efecto, el sentimiento seguía siendo mutuo, pero en un distinto sentido. No podían horrorizarme tanto estos sujetos como yo lo hice al observarme en el cristal. Me vi varias veces más pálido, con palpables sacos debajo de los ojos y consumidas mejillas. 

No pude entrar a la bodega aquel día. La simple idea de cargar, remover y transportar mercancías de un lado a otro me era exhaustiva. Sabía el riesgo que corría con mis superiores al no presentarme, pero pensé en la excusa de estar enfermo. Mi aspecto lo confirmaba de alguna manera, si es que este no se confundía con el de un cocainómano. Sin más, me dirigí a casa caminando. No había recorrido ni tres cuadras cuando sentí una gran necesidad de alimento dentro de mi estómago, mas pensar en comida me desagradaba al punto de provocarme deseos de vomitar. Me crucé con varias personas en la calle, de las cuales ni una evitó desaprobar mi apariencia con la mirada. Podía sentir sus ojos penetrando en mi cuerpo como balas en pleno campo de guerra. Aquellas miradas desconsideradas me atravesaban, me cortaban y me separaban en mil pedazos. Pero había otras miradas carentes de piedad, que tan pronto entraban en mi cuerpo no salían de este. Se adentraban tanto, penetraban tan profundo, que era casi imposible decir a ciencia cierta de dónde venían. Las hacía mías, las abrazaba con culposo gusto, dejaban de ser vistas ajenas y se convertían en parte de mi cuerpo. Se retorcían dentro, de un lado para otro burlándose, dejaban marcas como magulladuras en mis entrañas. Sentía en mi estómago una dispersa sinfonía de disonancias, altos y bajos contrastándose con las distintas melodías, con los distintos timbres. Increíblemente súbita hambre, sumado al rechazo visual, hicieron que por poco me desplomara a media calle. Caminaba al lado de un bulevar bastante transitado, con automóviles arrancando a velocidades desmedidas. No comprendía bien lo que mi destino deseaba en ese momento, ni mi voluntad de cumplirlo, pero sin mucho pensarlo me lancé al pavimento. 


El último recuerdo que conservo de ese día fue una pickup frenando antes de alcanzar mi cuerpo tendido en la calle. No sé cómo nadie más se accidentó en aquel suceso, ni cómo es que yo seguí vivo tras la experiencia. Meses pasaron y finalmente pude regresar a mi hogar, sólo que, cambiado. Mi rostro se había deformado en parte, y Angélica me había abandonado. No supe más de ella desde la vez que me visitó en el hospital. Me gustaba creer, inocentemente, que lo que le causaba tanto repulsión era el ambiente sucio e infeccioso del establecimiento; más tarde comprendí que en realidad se sentía fastidiada por mi rostro y mi condición. Dijo que no podía resistir más una relación de esa magnitud; no podía dormir con un suicida. Poco, a decir verdad, pude contestarle. Mis labios aún estaban sellados por la reciente operación, y no hice más que un gesto de cólera. Tengo que admitir, a este punto del relato, que ni los doctores ni yo sabíamos de dónde venían las deformaciones. Mi cabeza constaba de huesos más que músculo o piel, la cual era ya más blanca que la luz artificial del hospital. Mis ojos se habían tornado tan grises como los de Angélica, y debajo de ellos yacían unos círculos oscuros bien marcados. Tenía muy escaso cabello, el cual se caía con el mínimo roce. Mantenía marcas por todo el cuerpo de lo que parecían ser golpes autoinfligidos, así como una peculiar pérdida de peso. Debía de ser por la incapacidad de comer y los tratamientos médicos, pensé. No obstante, lo que sin duda me dejaba completamente alejado de los demás era el hedor. Mi piel desprendía un aroma hediondo; era yo una peste ambulante. 

Al regresar a casa me costó trabajo caminar. Había perdido mi empleo y tampoco tenía deseos de volver; no tenía deseos de hacer nada, en realidad. Tampoco podía pedir ayuda ya, mi familia vivía lejos de la ciudad y no había manera sencilla de contactarlos. Esa primera noche solo me desvelé tanto como lo hice el día anterior a mi accidente. Pensé y pensé demasiado. Lo único bueno que veía por delante era que el reproductor de música seguía intacto, y la bossa nova seguía sonando. Si tan sólo tuviera pastillas para dormir, se me ocurrió. Pero no eran necesarias. Angélica siempre encontraba la manera de salirse con la suya, ¿o no? ¿Cómo lo hacía? Una navaja, sí. Me acerqué al baño y con la escasa luz que la ventana dejaba entrar busqué la rasuradora. ¿Cómo se habrá acostumbrado a esto? Me alcé la manga de mi camisa y vi claramente mis muñecas; entonces un sentimiento de espanto me detuvo de hacer cualquier cosa. Tenía demasiadas marcas de cortes recientes ya, cortes que apenas habían cicatrizado. Mi brazo estaba lleno de moretones, y en la espalda comencé a sentir fracturas también. Poco a poco dolían más y más, y sin aviso previo, las cicatrices se reventaron. Mi brazo entero comenzó a sangrar, el rojo vivo a brotar de un lado para otro, chorreando y ensuciando las paredes, el espejo y mi ropa. El ardor era insoportable, pero más aún la pérdida de aire al no saber qué me ocurría exactamente. A la par, mi estómago hizo su aparición de nuevo, y el dolor se extendió a lugares recónditos. Apenas me sostenía de pie, y las costillas empezaban a dolerme como si un golpe hubiera recibido. La espalda se me quebraba, mi columna vertebral crujía mientras me abalanzaba contra los muros del baño. Mis huesos se despedazaban y perdí el equilibrio. Hice algunos bruscos movimientos con tal de salir del baño. Ya no podía pensar en otra cosa más que en lanzarme de la ventana. Uno no sobrevive a una caída de tres pisos, ¿o sí? Ni siquiera pude abrir con mis manos la ventanilla, así que sin más atravesé el cristal con mi cuerpo. Caí y ya no había esqueleto que se destrozara. Lo único que golpeó el suelo fue un blando conjunto de piel, fragmentos de hueso incrustándose en los músculos, y demás órganos ya inservibles.

Ahora bien, he de admitir que los siguientes actos fueron de suma dificultad, por lo que mis movimientos se volvieron torpes y, me atrevo a decir, embarazosos. Arrastrándome a media noche logré alcanzar la escalera del edificio, y apoyándome de los peldaños y las barras del barandal, logré subir hasta el tercer piso, abrir la puerta de mi alojamiento y recostarme en la entrada. Aquella fue la noche más larga de mi vida, considerando los sucesos que me llevaron a la planta baja y los esfuerzos que realicé al subir de regreso. El hedor había sido impregnado en las paredes y el piso de mi departamento, había sangre y fluidos desconocidos por todos lados y un increíble desastre en las zonas del baño y mi cuarto. Comprendí que terminar con mi vida no sería tarea sencilla, que mis necesidades tan sólo se manifestaban, y aunque deseaba que lo hicieran, estas no me dañaban. Por un momento pensé en consolarme con ideas budistas cuestionándome el sufrimiento que sentía a causa del deseo de comer, beber o dormir. Sin embargo, me vino a la mente otra idea; comencé a pensar que quizá todo este tiempo el problema no era yo, sino la débil y lánguida Angélica. ¿Qué eran mis anhelos de asesinarme sino una réplica de su voluntad? ¿Cuál sería otra explicación al sentimiento de culpa cada vez que me llevaba un bocado a la boca, de no ser por sus trastornos? Esta negación de vivir y de morir, este estado límbico en el que me encontraba no podía ser otra cosa más que una depresión. Sin embargo, no era mía. No era este mi cuerpo, aparentemente. ¡Qué ironía! Me dirigí al único espejo que quedaba intacto y lo tiré de la mesa donde estaba para poder observarme. Yo estaba completamente extinto, no quedaba nada de mí. Un rostro, aun así, no irreconocible. Era ella: ella en su pura, auténtica y legítima expresión. Ella como verdaderamente es, como ella se veía. No, este cuerpo no me pertenece. Mis piernas estaban destrozadas, y uno de los huesos de mi hombro sobresalía de mi piel; mi columna vertebral había sido partida en dos y en el resto de mi cuerpo permanecía poca carne. Mi cabellera era de un color negro intenso, mas había perdido la mayor parte de esta. “Sácala, hace tu vida difícil,” pensé. “Acaba con ella, por favor. Mátala.” Comprendí que no sería hasta que ella muriera que yo lo haría. Al fin y al cabo, éramos la misma persona. Un monstruo en conjunto; sin ella yo no era nada, para su alma había yo nacido. Pero ahora, yo ya no importaba. 

Esperé varias semanas en la misma posición sin poder comer o dormir, en un estado casi vegetal. Con un cristal roto en mano, estaba listo para cuando Angélica se presentara. ¿Lo haría, de cualquier modo? Lo dudé y lo dudé demasiado, pero no quedaba nada que pudiera hacer ya. Lo mejor era esperar. Y fue entonces, luego de mi largo acecho, que un día ella abrió la puerta con las llaves que conservaba del departamento. Hizo un gesto de sumo disgusto al oler el sitio, y posterior a eso dijo que tan sólo venía por el reproductor de música, si no era molestia. No esperó a que me acercara ni saliera de dónde me escondía, y se apresuró a ir por el aparato. Salí yo entonces de debajo de la mesa, y arrastrándome la tiré por detrás. Su rostro expresaba un gesto de horror al verme; no por el monstruo en el que me había convertido, sino por el hecho de fungir como un espejo hacia ella. De haber tenido más fuerza, de haber no sido tan delgada, ella se habría escapado de mis extremidades. Pero no fue así. Con el cristal roto apuñalé en múltiples ocasiones su yugular al punto que la sangre brotó y salpicó todo mi maltrecho cuerpo. Ahí yacía en sus últimos momentos Angélica; ahí yacíamos los dos. Esperé a que su corazón dejara de latir, y fue entonces cuando al recostarme, me adormecí hasta caer en un eterno sueño.

Estate, Joao Gilberto


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