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  • Foto del escritorÁlvaro Luna

La mirada

Ya no quiere.


Ya no quiere los párpados pesados y la luz que los atraviesa formando psicodélicas visiones que surgen y regresan a la oscuridad dentro de sus ojos. Ya no quiere la nariz pequeña y el humo que la habita; la brisa y el petricor, las delicias y la podredumbre.

Ya no quiere los hombros caídos y como marcados por un yugo de soles y de lunas que se suceden inevitablemente. No concibe la grandeza de un momento o la brevedad de otro. Lo abruman las distancias y la espera en lontananza de aquello que imagina con la ternura que tampoco quiere ya.

Los muslos gruesos que se reposan y se tensan, cómo todo lo demás. La locomoción de la máquina más bella que jamás nació sobre esta piedra, en el vacío. La efervescencia, los disparos, el brillo de mil pequeñas luces encapsuladas entre laberintos grises.

Ya no quiere el sudor frío que lo empapa siempre, y más ahora, que el miedo lo invade al pensar en la decadencia venidera de algo tan bello. En el hedor que saldrá por las ventanas y las puertas, que inundará la calle; en la fractura, en el desgarro, en la asfixia.

Ya no quiere el pensamiento, que contempla con nostalgia todo aquello que es hermoso, ni los oídos que ahora se abrazan al sonido de una tarde tranquila, al trinar de los mirlos que anidaron en la jacaranda junto al balcón.

Ya no quiere la mirada que se mece sobre la tenue sombra de la cortina, ni quiere el baile de esa sombra, bañada del dorado que tiende sobre la tierra, un cielo que se torna purpúreo.

La risa y los suspiros, las batallas y los neumáticos, las mentiras y los perdones y todas las vidas que arden entre cristales y entre peñascos, las palabras, los ladridos, las melodías. La leve armonía de todo aquello que se desborda de la mirada que se emborrona sobre la sombra de la cortina.

Los dedos mordisqueados que se aferran al borde de la sábana.

El cuerpo asustado que tiembla en breves espasmos sobre el colchón, contraído como el de un bebé que respira por primera vez entre los brazos de una mujer que, perdidamente enamorada, mira ya los ojos profundos de su hijo.


La luz crepta sobre el suelo y comienza a trepar por la pared, cada vez más tenue. El aire atraviesa la puerta del balcón y arremolina unos cuantos pétalos caídos sobre la duela de la habitación. Los mirlos se duermen. Los dedos dejan de aferrarse.

Anochece por fin, y al igual que la última luz de la tarde, la mirada, se desvanece.


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