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  • Foto del escritorÁlvaro Luna

La habitación a media luz


No se escucha un solo ruido, ni siquiera la respiración del hombre sentado junto a la mesa del comedor. La noche es fría hoy, las ventanas se han cubierto con una delgada capa de hielo y todo a través de ellas parece indefinido.

Arriba, en la habitación, una mujer recostada en la cama pasa largos ratos sin parpadear. Su mirada parece dirigirse a la pared blanca frente a ella, pero en realidad, se encuentra detrás de esa pared, en el cuarto contiguo. Ahí sus miradas se encuentran, ambas recorren la habitación, recorren sus luces y sus sonidos, sus desvelos, sus alegrías.

En la mirada del hombre se refleja un alba distante que apenas comienza a inundar la habitación con su presencia azul. Sus pisadas sobre la alfombra son cuidadosas y en su espalda se nota la pesadez del adormecimiento. Creyó haber escuchado algo, pero no fué nada. Aún duerme, con un peluche enroscado entre sus diminutos dedos. Su pecho apenas y se mueve al ritmo de una pequeña respiración. Se detiene ahí, junto a la cuna y lo mira. Lo mira dulcemente, como si no se explicara su presencia, como cayendo en un sueño, como haciendo una promesa. Lo mira tiernamente hasta que el azul es reemplazado por la blancura de la mañana y el lejano bullicio de la gente que comienza a recorrer las banquetas y las calles. El eco tenue de una campana anuncia el amanecer.

El silencio cesa. El sonido del llanto resbala por los bordes de la cama, atraviesa la puerta, recorre el pasillo, baja por las escaleras.

La mirada de la mujer se emborrona sobre la habitación a medio día. Juguetes y pelotas suben y bajan y se deslizan sobre la alfombra, y una risa radiante resuena entre las paredes. El olor del café entra por la puerta acompañando al hombre que se sienta junto a ella. Le entrega una taza y se miran un momento, luego voltean y las tres miradas se encuentran. Ella se deja caer en el pecho del hombre y su brazo la rodea. Estira sus brazos y lo levanta, sus pequeños pies flotan a unos centímetros del suelo hasta aterrizar en el cuenco entre las piernas de la mujer. Su rostro aparece y desaparece tras los dorsos de un par de manos tibias. Su barriguita se contrae y se expande bajo el cosquilleo suave de otro par de manos. Una pequeña sonrisa se desdibuja tras las lágrimas que ruedan por sus pómulos y caen hasta deshacerse sobre la almohada.

Ella llora y él escucha en silencio, y siente cómo algo dentro suyo cambia, cómo se rompe, se nubla, se marchita, se deshace, sangra, se ahoga. Cómo duele, cómo arde.

Ella llora y él también, y ambos sienten el vacío inmenso de un niño que no dormirá más entre sus brazos. Y ambos miran la habitación a media luz, aquella tarde en que el niño durmió y no despertó más.


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