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  • Foto del escritorChema Sánchez

La calva Rapunzel

Actualizado: 22 abr 2022

Todo comenzó con mi cabello. Yo supe desde el inicio que no tardaría en cortármelo. Una rapunzélica melena que se había ido acumulando detrás de mi cráneo como un ente separado había sido por fin liberada. Lejos de perder su brillo y color dorado, el cual realmente nunca tuvo, sólo cayó de mi gracia. Claro que después me arrepentí de cortarlo yo misma, pero ni medio carajo me importó en aquel momento. Sólo quería ver algo distinto frente al espejo, aniquilar una parte de mí junto a la amargura en la que se había convertido vivir últimamente. Mi mamá ni siquiera lo notó, o si lo hizo, ni le disgustó ni le encantó. Cierto es que a mí tampoco. Se veía normal. Yo me veía normal, just a bit less binary. Supuse que no tenía por qué sentirme mal; al final, yo había escogido eso, ¿o no? ¿O qué mi feminidad era más frágil que la masculinidad de los hombres que conozco? Hubiera querido obsequiarle ese mechón negro en el suelo a Carlos, adherírselo con cinta o pegamento 1190 sólo para ver cómo intentaba arrancárselo. Ya de por sí el pelo se le desprendía; su grasoso cuero cabelludo habría sido la siguiente faceta, el siguiente paso en su deterioro crónico. O quizá, en vez de desgreñarlo, lo hubiera besado como lo he querido besar desde el comienzo de los tiempos. No para que el muy imbécil me dijera que está enamorado de mí, sino para entretenernos mutuamente durante el encierro común. 

Pero si lo pienso bien, creo haber sido igual o peor que Carlos. La única diferencia es que yo estaba consciente de mi detrimento autoinducido. Yo lo hacía por mi propia voluntad, él porque no tenía otra opción. Al menos así yo podía seguir siendo genuina, fiel a mí misma; así sabía que no me había perdido aún. Y el pendejo que hubiera dicho que mis impulsos radicales se debían a mi temprana exposición a los medios, al discurso feminista que había corroto mi mente desde que era una infante… aquel imbécil que se hubiera atrevido a decir que hacía esto como una demanda de atención, que esa no era yo y que de adulta me comportaría como tal, se habría podido ir yendo mucho a la chingada. Aún puede irse. A la chingada pertenecen todos, incluido Carlos. Ni siquiera sé bien por qué lo menciono, enamorarme sólo hubiera significado ceder ante las manipuladoras manos del sistema patriarcal. No dejaría que nadie me dominara, siendo la libertad es mi más grande virtud. Pero era gente como Carlos quienes me la arrebatan. Pendejo Carlos.

     La transformación que continuó a la pérdida repentina de mi cabello fue mínima, un capricho meramente. Me agujereé la oreja queriéndome hacer una perforación. Evidentemente no sabía cómo hacerla yo sola, por lo que tuve que recurrir a varios tutoriales en internet. Puedo decir orgullosamente que la infección que gané tras el procedimiento sólo duró unos días y realmente no dolió; fue un buen precio a pagar, si soy honesta conmigo misma. Aunque tampoco diría que valió demasiado la pena. Entre las pocas joyas que mi mamá conservaba encontré la argolla perfecta y la agregué a mi cuerpo, como una mejora en un videojuego o una nueva función en mi aparato auditivo. Ahora este ardía. De algún modo me tenía que entretener, pensé. 

     Mi cabello aún se veía largo y yo estaba más aburrida que nunca. Carlos ya no me escribía, supuse que lo ahuyenté de algún modo. Pero pronto mi orgullo me invadió y comencé a guardarle rencor. Pinche perro cabroncito lujurioso de la chingada. Lo lamentaba por la siguiente acompañante en su juego del machito pudiente. Pero intentando desviar mi pensamiento de su rostro y de la vez que sí llegamos a vernos, del momento en el que sí nos besamos y yo le succioné el labio hasta dejarlo agotado, tomé la recortadora del kit de peluquería y me rasuré el cráneo como Carlos se rasuraba la pelusita del bigote cuando comenzábamos a salir, antes de todo esto. Pero no contenta con el tapete color negro sobre mi testa, opté por pintarlo. Detestaba los colores fosforescentes, detestaba el rosa, pero adoraba el verde; verde como los aguacates en mi casa que nunca maduraban, por los cuales todos los días me trepaba en los árboles y recibía la mala noticia de que no estaban listos. Creo haberle dicho eso a Carlos alguna vez, la verdad no lo recuerdo. Si soy sincera, nunca me agradó. Y ahora, con un pasto sobre mis pensamientos, con mis orejas más descubiertas que nunca y mis granos sin maquillaje encima, di por sentado que yo a él tampoco le agradaría más. Eso me complació por un momento, pero al espejo no le pareció ni lo más remotamente justo. Así que obedecí a sus mandados y me quité la ropa frente a él. Me sentía vulnerable y dominada, más privada de mi libertad que nunca. El espejo me condicionaba y reprendía, pero contra él no podía luchar. Él no buscaba la belleza platónica, no se dejaba llevar por los misóginos ideales helenos. Sólo quería verme más fea y aborrecible que nunca. Y sin embargo, él era el único macho al que no le podía plantar cara. Y era porque a quien veía cuando lo hacía, era a mí. 

     Dejé de comer. Mejor para mi madre, quien tuvo que dejar de ir tanto al supermercado y pudo pasar más tiempo en el consultorio atendiendo pacientes. Yo no sé cómo no se enfermó durante todo el tiempo que esta situación estuvo presente. O quizá sí lo hizo, y el virus se percató del organismo tan tóxico en el que había terminado. Lo espantamos, estoy segura. Impuse el miedo en él, a pesar de mi esquelética imagen y mi desalmado rostro. Odiaba verme así, blanca, pues sabía que esa no era mi tez. De este modo el resto de mis días los pasé en la azotea, dejando que el Sol hiciera sus juegos y me tocara entera; todo bajo mi consentimiento, claramente. Tenía al Sol a mis pies. Y como un proceso fotosintético, al terminar de recibir mi dosis diaria de radiación, volvía a mi cuarto a pintar o desechar ropa; o a cambiar mi cama de lado, o a sacar la basura, lavar los platos, donar mis viejos peluches, tirar las cartas de Carlos —yo nunca le escribí una—. Únicamente pasaba mis días implementándome a mí misma, superándome, produciendo mejoras en mi vida, desarrollando la calidad de mi persona. 

     A veces era inevitable, y hasta yo pensaba que había ido demasiado lejos, que lo que hacía no podía estar bien de ningún modo. En alguna ocasión, por ejemplo, decidí pedir por internet unas pinzas y una aguja especial para continuar con las perforaciones. Para ese punto ya tenía más metal en el rostro, pero estaba harta de sentir el dolor físico y emocional al saber que no era lo suficientemente decente como para hacerme un buen hoyo en la mejilla. El juego de pinzas se veía profesional, pensé que quizá con eso la historia sería distinta. Y tan pronto recibí mi pedido, me coloqué un fierro que atravesaba mi lengua. Era doloroso, era sumamente doloroso, pero era una manera de mantenerme viva, una manera de distraerme, un estímulo a fin de cuentas. Clavarme algo en la lengua era la afirmación de que poseía una lengua y esta sentía. Debo de admitir que en mis pensamientos se escuchaba menos superficial. Carlos se hubiera burlado. No en voz alta, claro que no, pero se habría reído de la poca profundidad en mi persona. Como si él hubiera sido muy interesante. Siempre decía que era aburrido y no se equivocaba. Pudo haber sido listo, pero seguía siendo un mediocre. Pinche Carlos. Mi lengua era él. Lo había apresado desde el primer beso y ahora pagaba. Pero si me hubiera escuchado me habría psicoanalizado, sin comprender que sus propias conclusiones y diagnósticos estaban sujetos al sistema tan cuadrado y encerrado en el que vivía. “Tienes asuntos sin resolver, un odio reprimido, intentas desahogarte conmigo, contigo incluso.” Pendejo. Si algo me molestaba más que Carlos, era que intentaran decirme lo que estaba bien y lo que estaba mal, el que me dijeran cómo debía comportarme, las hipócritas ganas de ayudar. Ahora podía aguantarse, porque yo estaba “peor que nunca.”     

     Mi ombligo y mis pezones también sufrieron los martirios de Carlos, pero no los de mi madre. Para ella yo seguía igual que siempre, y por ende, mi espejo me veía de la misma manera. Ni una palabra nos dirigíamos cuando cenábamos; el espejo, mi madre y yo estábamos ahí, mudos los unos ante los otros. Nunca fui de esas anoréxicas que se veían distintas a ellas mismas en sus reflejos, no de esas que les donaban sus kilos a la imagen colgada en sus probadores. Yo me veía tal y como era. Y si Carlos se hubiera preguntado cómo era eso posible, cómo era que yo no estaba sesgada, sólo hubiera podido decirle: que te valga verga. Sesgado tienes el cerebro, pendejo. 

     Pronto volví a las compras por internet. Esta vez fue una máquina para tatuar. Sabía que eliminar un tatuaje era prácticamente imposible, pero qué más daba. Al fin y al cabo yo jamás hubiera podido reintegrarme a la sociedad de nuevo. Sin más, me hice un simple garabato en mi brazo. No resultaba tan doloroso como solía creerlo, no obstante el trazo que realicé parecía insignificante con lo que restaba de mi cuerpo. Y aunque no sabía precisamente lo que quería diseñar en el lienzo de mi piel, cada vez que la aburrición me atacaba, cada vez que el mundo que era mi hogar se volvía obsoleto y no tenía nada más que brindarme, yo dibujaba en mi cuerpo. A veces eran símbolos, otras veces rostros, de vez en cuando palabras estilizadas. Pensándolo bien, sí era yo una Rapunzel, una Rapunzel calva y con el cabello verde. Una disidente apresada en su propia casa. 

     Me harté de las mismas modificaciones corporales de siempre. Cuando mi cuerpo se tintó de negro casi completamente, deseé tener un pene sólo para pintarme algo más. O perforarlo. Malditos hombres. No había ya nada restante en mi cuerpo escuálido, pero el espejo me exigía más. Vendado de pies, expansiones, limado de dientes, escarificaciones, quería tenerlo todo. Quería explotar mi cuerpo y todas sus capacidades, aprovechar cada rincón y cada función, implementarlo por completo. No obstante, pronto caminar se volvió pesado y agotador. No sé si era por toda la sangre que había perdido, el peso bajo, o la simple sensibilidad que mi piel —capa casi por completo extinta— ahora poseía. Ya no aguantaba el tightlacing, pero debía seguir con mis rituales. 

     ¡Incluso me apunté a la Iglesia de Modificaciones Corporales! Tenían su sede en línea, pronto me volví admiradora de aquel perforado que demandó a Costco por despedirlo debido a su anillo en la ceja; el chico se justificó con que era una práctica religiosa y ganó el caso. En eso se había convertido todo esto, en una religión. No lo podía creer, pero buscando sentido en la monotonía de mi casa, o mejor dicho, de mi torre, me hallé envuelta en una comunidad religiosa. Al fin encontraba mi espíritu, al fin había conectado mi mente, mi cuerpo y mi alma. Y todo por medio de metal, tinta y una piel elástica.


Bajo la mirada de mi madre yo seguía igual. Un día, a eso de las siete de la mañana, me encontró desmayada en el suelo de mi cuarto. Ya no recuerdo ni qué modificación intentaba yo realizar con mi cuerpo, pero no es de importancia; lo único que recuerdo es haber terminado en el piso debido al extremo tormento físico que esta alteración me causó. A mi mamá poco le importó, realmente. 

     “Vamos al rancho,” dijo. ¿Cuál rancho? Hubiera sabido la verga, pero negarme a ir no podía. Tampoco diré que me causó mucha ilusión salir de mi casa por primera vez en meses, aunque no me disgustaba la idea. Me daba igual completamente. El miedo a salir con una calva verde lo había superado desde hacía mucho, así como el miedo a ser vista con incrustaciones, una piel color tinta tostada, cuerpo de reloj de arena, expansiones, etc. Esa era yo ahora. Me había encontrado, y no tuve que recorrer ni media cuadra para hacerlo. 

     Mi mamá se refería al rancho de su pareja. Detestaba al imbécil que tenía por novio, por lo que ni siquiera me molestaré en decir su nombre. El Mayor Imbécil, o el Imbécil Mayor —como sea es correcto— vivía a unas dos horas de nuestra casa, cerca de un pueblo donde apenas él era parecía ser el único turista, ya que siempre que iba se quedaba observando el lugar con cara de idiota, como si fuera la primera vez que lo viera. De cualquier modo, al atravesar la carretera federal, única vía para llegar al no dichoso pueblo, hicimos una parada en uno de los bazares que se instalaban a mitad del camino. Al Mayor Imbécil le gustaba decir que apoyaba a los comerciantes independientes, pero era realmente una excusa para enmotarse con ellos y llevarse a mi mamá de paso. Estos piojosos trabajaban día y noche, sus casas ni siquiera conocían, tenían un mundo entero que explorar. Así pues, mientras el Imbécil Mayor y la que traía de su pendeja conectaban su amor astralmente con las hierbas de los artesanos, yo me abrí paso por los pasillos del bazar, sintiendo cierta curiosidad en el pabellón vegano. Notaba las miradas, penetrantes y más dolorosas que las agujas y las pinzas. Aquellas tenían el poder de adentrarse más allá de mi piel, de ser más hondas que cualquier otra modificación corporal. De este modo, prefiriendo huir de mis propios demonios decidí resguardarme en alguna esquina, evitando todo contacto físico. Se volvió una mejor actividad espiar los puestos con la mirada que con mis manos. Debo de admitir que me sentía mal conmigo misma, que parte de mi formación feminista también implicaba dejar de lado mi elitismo y quizá unirme a la lucha social de clases, volverme una proletaria sin más. Y fue mientras estos pensamientos circundaban mi mente que, detrás del puesto de alhajas y llaveros, te vi. 

     Eras hermosa. Tu cabello era oscuro como lo fue el mío hacía tiempo, pero en ti se veía genuino; encima, era largo y tenías trenzas. Tu rostro era moreno, más moreno que el mío, y tu nariz tenía tan sólo un piercing. La boca igual. Pensé entonces que tú y yo habíamos pasado por lo mismo, casi. Me quedé perpleja… me llené de culpa y de lástima inexplicable. Te veías feliz, lo estabas haciendo bien, cualquier cosa que hubieras estado haciendo. Vivir, quizá. Tú eras todo lo que yo aspiraba a ser. Y me sentí tan enamorada que en menos de veinte segundos comencé a creer en el amor a primera vista. Comencé a creer que el amor existía, realmente; eso es lo único que cabe resaltar. Así que me acerqué, usabas una chaqueta negra. Dudo que hubiera sido de cuero, pero era similar a la que Michael Jackson tenía puesta en la portada del disco que el Mayor Imbécil guardaba en su camioneta. Y tú aún no me veías cuando, al momento que intenté alzar la voz para dirigirme a ti, un chico acaso un tanto más joven que tú y tal vez de mi edad se te apareció y te besó en la boca. Así mi corazón nació y murió en cuestión de segundos. 

     Pero había de ser fuerte, pensaba. No quise llorar por verte besando a alguien más, sino por saber que ese alguien era un chico y no una chica como yo. Y cuando me viste, tras despedirte de tu amante y darte la vuelta, saltaste de asombro. Yo sé que no es una grata sorpresa encontrarse de frente a alguien que te clava la mirada, sobre todo si ese alguien tiene el cráneo verde y alfombrado, el rostro rayado, metal en todo el cuerpo y una lengua partida a la mitad, pero eso era lo que yo tenía para ofrecerte… esa era yo. Para nuestra buena suerte, el asombro se convirtió en una sonrisa y una disculpa. Me mostraste tus alhajas, tus porquerías de fierro oxidado y la chatarra con lindos diseños. Y de entre todo eso, te escogí a ti. Pero no te importó, ni lo más mínimo. Cuando pregunté por tu nombre me mentiste, pues yo sabía que era Venus. Pero acepté el Daniela que me respondiste, tan sólo porque llamarte como Afrodita resultaba lo más pseudo-helénico que yo podía imaginar. 

     Te fuiste. Daniela se fue, y no la volví a ver. Mi madre y el Imbécil Mayor terminaron pronto su travesía y compraron inciensos para la casa, hierbas curativas y sarapes tejidos a mano. Rechazaron la oferta con las cartas de tarot. Pudieron haberse creído contraculturales pacifistas, pero no eran supersticiosos. Así, seguramente aún con algo de droga en el organismo, el Imbécil Mayor condujo hasta que llegamos a su pueblo. Nos estacionamos a la orilla de su rancho y nos metimos a la casa vieja en la que vivía. O al menos ellos se metieron, seguramente a coger. Mi mamá aún tuvo la decencia de decirme que saliera a buscar ranas y viboritas en el rancho, que había muchas por el rocío y la temperatura. Yo no sé qué clase de niña veía todavía en mí, no sé si ignoraba mi condición física o si intentaba burlarse. Pero de cualquier modo, yo la obedecí. La obedecí porque yo ya no tenía a nadie más que me diera órdenes. El espejo no me había acompañado hasta aquí, y por ende, el viaje se convirtió en una historia distinta, totalmente ajena a lo que venía siendo mi vida en los pasados meses. 

     Finalmente recorrí el rancho. El único animal que vivía ahí, a pesar de lo que dijo mi mamá, era el Mayor Imbécil. Y su vaca, menos animal que él. Ella apestaba, pero parecía ser más agradable que cualquier otra persona en el pueblo. Decidí salirme del rancho y pasear por los cultivos y los árboles de aguacate que había por ahí. Trepándome a algunos de estos logré cosechar varios de los frutos, los cuales le terminé donando a la cocina del Imbécil Mayor. Y cuando comenzó a lloviznar, creando un dulce arcoíris en el cielo, decidí regresar a la casa. Estaba cerrada con seguro, los puercos estaban cogiendo, efectivamente. Así, me quedé resguardada bajo el techo que la vaca se dignó a compartir conmigo. Observé entonces de frente al animal. Tenía un aro en la nariz, supuestamente para manejarla mejor como ganado. Pero esa vaca no era ganado, era una mascota. Esa era la diferencia entre ella y yo. Yo soy el ganado de esta sociedad, de mi libertad se alimentan, mi energía absorben, de mí comen los retrógradas. 

     Dormimos en el rancho, la pareja en la cama y yo en el sillón de la sala. Apestaba; quiero decir, mi cuerpo entero apestaba, pero ahora me rehusaba a bañarme en ese lugar, donde de la regadera salían chinches y sanguijuelas. Hubiera preferido bañarme en mi sudor, pero lo cierto es que hizo tanto frío esa noche que si hubiera transpirado algo, esto se hubiera congelado. Por esa razón no descansé nada. A un dios inexistente bendije cuando el Sol salió y el Mayor Imbécil salió del cuarto, igualmente cagado de frío. Se puso su vestuario de chamán encima, e intentó saludarme de buen modo para que yo no le dirigiera una mirada casi asesina. Fracasante, fue a despertar a mi mamá. Él había convencido a su pendeja de llevarnos a ver cómo curaba a uno de los viejos del pueblo. A este se le había pegado la enfermedad y no tenía dinero para pagarle a los médicos. Sólo podían acudir al chamán local, que para variar era la pendejada en dos patas de mi mamá. No tendría sentido hacer la historia larga. El hombre murió sin importar el ritual del Mayor Imbécil. “Ya no se trataba de fortalecer su espíritu, sino de librar sus penas,” dijo el chamán. 


Poco tiempo transcurrió tras eso para que yo me encontrara de vuelta en mi casa, frente al espejo y frente a mí misma. Bonita fantasía en la que me había metido, desde que mis modificaciones comenzaron hasta que me pensé enamorada. Unos días después de esto recibí un mensaje de Carlos: “Perdón, me robaron el teléfono y estaba ahorrando para comprar otro. ¿Quieres que nos veamos ahora?” Era muy tarde ahora. Él ya no me conocía. Yo ya no me conocía, y el espejo me reprochó lo que más me temía: todo había sido en vano. Ni una religión ni pendejada y media, era imposible hallarse a una ni en su cuarto, ni en un bazar pulgoso, ni en el aro de una vaca mugrosa. Quería deshacerme de todo lo que se había adueñado de mi cuerpo, quería hacerlo ya. Pero sabía que cometer tal atrocidad contra mí y contra mi iglesia sería imposible. Ya no había manera de revertirlo, o al menos no un modo deleitoso de restituir mi persona. 

     Agregar e implementar, así había sido mi vida durante los últimos meses, tal vez años. No quise realizar ninguna última modificación simbólica, no la epítome de las alteraciones corporales, no la culminación de mis metamorfosis. Tampoco tuve ninguna epifanía épica, tan sólo bastó con una ducha y verme a los ojos en el espejo para percatarme de que no podía yo esconderme más detrás de tanta tinta y metal. Sin embargo, lo único que yo hubiera podido desechar de mi cuerpo entonces eran las argollas y el tinte de la alfombra en mi cabeza. El resto parecía ser permanente, o al menos estaba fuera de mis capacidades. Pude haber acudido a mi iglesia, pero pecar en frente suya no me pareció una idea atractiva. Así, como un cristiano que se convierte al satanismo contacté a especialistas en la eliminación de tatuajes, en la costura de lengua y demás partes del cuerpo, así como expertos en la eliminación de ciertos tipos de fierros que me había puesto en el rostro y la piel. Para el limado de dientes opté por tirarlos todos de una sentada; posterior a eso compré varias prótesis por internet, con la esperanza de que alguna se ajustara a mi boca. De otro modo, mi boca se ajustaría a ella como el resto de mí se adaptó a los cambios que me produje. Para suerte mía, no se me ocurrió en ningún momento realizar un implante subdérmico, pero las escarificaciones que me ocasioné ya no podían revertirse. Al final, supuse que podían ser las únicas cicatrices o marcas de guerra que conservaría, aquel recuerdo de lo que algún día fui. “Es una vergüenza llegar a la vejez sin ver la belleza y la fuerza de la que un cuerpo es capaz,” decía Sócrates. Y por muy pendejo que pudo haber sido ese hombre, por muy jodida que hubiera dejado a nuestra sociedad con su visión de la virtud, me apena decir que en algún momento pude aceptar sus palabras como sabias. 

     Ahora me percato de que no me costó ni veinte años llegar a observar el potencial de mi cuerpo, tan sólo para comprender que Sócrates estaba equivocado. Sócrates y Platón, y todos los artistas y conocedores de la estética, existente e inexistente únicamente frente a nuestros espejos. Cada día que pasa me borro un poco más los tatuajes con un método barato y sin la necesidad de un láser. Resulta doloroso tallarse la piel con una gasa llena de sal húmeda y espesa, he de admitirlo; sin embargo, luego de cada sesión diaria logro eliminar un poco de la tinta en mi cuerpo. Ese es ahora mi propósito, la asignación de una razón a mis lágrimas. Eso me mantiene viva, y en el camino me purifica. Ahora me siento liberada, como si me estuviera deshaciendo de una capa, de una rígida muralla entre mi persona y el exterior. Y con cada ladrillo que cae de esta, me acerco un tanto más a la pulcritud de mi espíritu, aquella que sólo quienes conocen mi historia pueden comprender. Pero a la par que me siento más libre y suelta que nunca, desde la comodidad de mi torre de Rapunzel urbana, concibo que algo ha entrado en mi organismo y no pretende salir fácilmente. Una tos seca y un dolor en el pecho, así como un cansancio más notorio y fiebre. Estoy enferma. Estoy enferma en plena libertad de espíritu, sucia en medio de la escrupulosidad de mi alma. ¡Pero ya no se trata de fortalecer mis anticuerpos, sino tan sólo de absolver lo que alguna vez fue de mí! Se trata de redimir mi persona de la tan deseada elevación a la que alguna vez aspiré. 


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