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  • Foto del escritorChema Sánchez

El chofer

Actualizado: 22 abr 2022

Pareció ser un día como cualquier otro. Gabriel tomó el camión que pasaba por su casa hasta que lo condujo a su trabajo, donde esperó unos minutos a su compañero antes de subirse a la camioneta. Una vez hubo llegado el colega, se saludaron fríamente y se subieron al vehículo. Gabriel lo arrancó y encendió el radio. Sí, parecía ser un día como cualquier otro. Charlaron sobre arbitrariedades y condujeron varias horas hasta llegar al Centro histórico de la ciudad, donde Gabriel disminuyó gradualmente la velocidad y comenzó a hacer la búsqueda rutinaria. Adrián no dejaba de hablar sobre el partido de fútbol de anoche, mas de vez en cuando se dirigía especialmente a su colega para notificarle sobre algún potencial cliente, como los hacían llamar. Ambos sujetos trabajaban para el ministerio de limpieza de su ciudad, y para suerte suya, estaban colocados en el departamento de, como les gustaba decirle, recursos humanos. Claro, Gabriel hubiera preferido esta división ante cualquier otra. Detestaba a los perros callejeros, le tenía gran pavor a enfermedades como la rabia; por otro lado, limpiar colillas, envoltorios y botellas del suelo siempre le pareció poco higiénico. De esta manera, sin comprender del todo sobre qué iba su empleo ni de siquiera saber para quién trabajaba exactamente, tomó el primer puesto que se le apareció.

Tras recorridas unas pocas calles, Adrián hizo a Gabriel detener y le señaló una madura mujer envuelta en harapos pidiendo limosna. Su aspecto lo decía todo, era el tipo de clientela al que aspiraban. Gabriel estacionó la camioneta al lado de la acera donde reposaba la mujer y colocó el freno de mano. “Será rápido,” dijo Adrián. Y efectivamente, como era usual, fue rápido. No obstante, Gabriel salió de la camioneta y se recargó en el capó de esta; sacó de su bolsillo una cajetilla de cigarros y fumó uno mientras escuchaba detenidamente la conversación de Adrián con la mujer. No le habrá tomado más de veinte minutos convencerla de subir a la camioneta; como siempre, se le había prometido un sueldo y un techo. Así que una vez Gabriel hubo visto su convencimiento, le ayudó a Adrián a abrir las puertas traseras del vehículo y los tres individuos se montaron en él. A la par que se abrocharon los cinturones, Adrián le dijo a Gabriel:

“Algún día tendrás que hacer esto tú también.”

“¿Por qué yo? Soy solamente el chofer.”

“Pues ya ni tanto, Gabo. Luis me pidió que lo ayudaras mañana con algo ahí en la fábrica.”

“¿Luis te lo pidió a ti? ‘Tes chingando, Adrián.”

“Me dijo que te pagaría. Ya sabes que no le cuesta nada perder unos mil pesitos al cabrón.”

Y así, al día siguiente, Gabriel se encontró realizando el trabajo que al colega de Luis le tocaba hacer. Ahí estaba la mujer a quien había recogido ayer; la mujer a la que vio a los ojos, la mujer que dejó su vida en manos de dos extraños, la mujer a quien condujo hasta la fábrica para un simple trabajo de costura. Ahora la mujer estaba atada de pies a cabeza, con el rostro vendado y a pocos minutos de ser amputada, disuelta, y procesada por decenas de máquinas hasta transformarse en tela de tapete. ¿Pues qué había sido del trabajo de Gabriel todo este tiempo? Un chofer, sólo eso.

“Órale Gabriel, desembóbate y ayúdame con esto,” dijo Luis. “Mira, te voy a pagar, ¿sí? Pero échame una manita, ándale. O qué, ¿a poco no sabías para quién trabajabas?”

Cierto era que Gabriel nunca se lo había preguntado.


Pasaron dos meses y Gabriel ya no pudo pagar su renta; se excusó con que en ningún trabajo lo aceptaron después de renunciar de su puesto como chofer. ¿Pero a quién engañaba? Gabriel no quería trabajar más. Así que con las prendas que aún no le habían robado y un perro sarnoso acostado sobre sus piernas, yacía Gabriel sobre la banqueta, asfixiando sus últimas esperanzas con el calor del Sol y los gases de los autos que pasaban. Una camioneta se estacionó enfrente de él, bloquéandole la vista que tenía al alfombrero ambulante que se encontraba al otro lado de la calle. Dos hombres se bajaron del vehículo, uno a fumar sobre el capó de la camioneta, y el otro a hablarle a Gabriel. Este se lo contó todo: le ofreció empleo, comida, ropa y un hogar pronto para él y su perro. Y sin decir palabra durante todo el discurso, no removiendo los llorosos ojos del rostro del chofer, Gabriel aceptó. Se levantó del suelo aún clavando la mirada, pero el conductor pronto volteó sus ojos. Este sacudió su cigarro y tiró la colilla al suelo; lo pisó con su bota y subió a la camioneta.

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