Cadencia

Concierto para piano no. 2, Sergei Rachmaninoff

Tiendo a ver al encierro como una desilusión, como una cadencia rota. Un recital cancelado, quizá la muerte tocando la puerta. Veo al encierro como una adicción, una lata oxidada que se abre violentamente y expela vapor helado. Es una infusión de sandía y desesperanza. La balada perfecta para una enfermedad de la que no se puede escapar, o un negro trémolo de tos y flemas. El glissando en llamas más fogoso e iracundo. Y el encierro es calma, es paciencia. Es un crescendo retrasado, débil y que con esfuerzo grita soledad. Es una risa maníaca teñida de dulzura, un aterrizaje forzoso y abrupto que desmiente el vuelo de algún pichón. Es, en realidad, no aterrizar. El confinamiento suspira el timbre de un vibráfono y las quejas de un oboe, suspira medios, suspira cientos de verdades en cuyo único punto convergente es la palabra pandemia. Es sentir la muerte. Dejarse recostar sobre una hamaca, atrapado entre las fibras de algodón y observar en el cielo un pajarillo volar sobre uno. La cabeza rendida tener y hundirse en las costuras. Quitarse los lentes. Y sentir los ojos arder, el azul deslumbrar. No un sol cándido, no las nubes blanquecinas. El cielo despejado, azul grisáceo, la claridad y serenidad de la tarde, eso deja ciego. Así es estar recluido, sentir la muerte. Sentirla más real que nunca, como si se hubiera muerto ya en algún otro plano existencial. Es insecto revoloteando y cayendo exhausto. Es verse tan ajeno, tan fuera de sí, colgado en la barra alta. Ahí lo está todo, el fin es todo. Es una plegaria, una humilde solicitud que dice así: "por favor déjenos pudrirnos en el infierno." Es no estar solo y estarlo más que nunca; encontrarse rodeado, hostigado por respiraciones ajenas, por silencios inducidos y pantallas negras. Es no encontrarse. Es saber que el mundo llega a su fin, acaso, y reír al pensar tan sólo en uno mismo. Reír y gozar y levitar y dejarse perder en la nada, en la música, en el romance, en las imágenes, en las palabras, en los colores traslúcidos. Es mentirse de la forma más descarada, es no respetarse y odiarse. Es sentirse triste, vacío. Roto. El encierro es la privación de morir a gusto, no de vivir. Es aquella flauta alta introduciéndose a mitad de un concierto. Es una persona que miente. Es una persona fría que se resguarda bajo su edredón suave. Es quedarse a medio dormir en la cocina mientras se conversa con el verde. Es respirar los movimientos del arco de un violín tras la bocina. Es llorar sin querer hacerlo. Es llorar sin agotarse. Llorar sin vaciarse, llenarse de nada, de nada llenarse. Es una pérdida y miles de pérdidas, es dejar ir, y sonreír al hacerlo. Un carnaval, una hoja de palma en el sol quemándose, humo blanco y reciclado como el papel abandonado debajo de ciertos muebles. Lo orgánico pudriéndose y procreando gusanos y larvas, el cartón, las latas y el plástico extendiéndose. Es escuchar el chillido de un grillo a media noche, las alas de cientos de mosquitos en busca de fruta, el aroma del barniz cubriendo las casas de novedad, el dulce taladro, martillo y sierra en los oídos. Las tenazas de una tijerilla apresando una joven araña. Eso es el encierro. Una gota que no cesa de caer, y un preludio escrito en un viaje moribundo. Es... reservar los últimos tragos de un té para el final del día, y sin embargo beberlos culposamente en medio de una reprensión propia. Y sí, estar encerrado es estar preso con uno mismo. Es convivir en un calabozo con una mujer deprimida, un músico frustrado, una rebelde hastiada, un viejo amigo que extraña, y una muda insensata. Un circo de color azul, un azul con sabor a agobio, agobio con olor a fruta vieja, fruta devorada hace ya mucho tiempo. Es darlo todo y sentir que no se da nada. Es dejarse llevar y entregarse de lleno a la Verdad, a la única y propia verdad... No es mentirse, no es mentirse hasta que uno se percata de ello. Es culpa, es defraude. Es una cadencia perfecta.